De pie junto al noray, contemplé el barco que se alejó
hasta ser dos pequeñas luces, roja y verde, titilantes en la oscuridad. El piso
del muelle estaba barnizado por el agua que el viento arremolinaba en infinidad
de gotitas furiosas dentro del halo amarillo de las farolas. Acaricié los codos
raídos de la chaqueta y luego busqué un cigarro perdido en la faltriquera
izquierda, en medio del pañuelo moqueado, unas cuantas monedas, cerillos, un
bolígrafo y algún que otro papel. Saqué el pitillo tristemente rugoso, lo alisé
con los dedos, me lo puse en los labios y prendí un fósforo con la uña del
pulgar derecho. La llama vaciló bajo el embate de aire frío protegida por mi
mano. Di una calada profunda que se confundió con un suspiro. Agarré la maleta
y eché a andar.
El lugar estaba desolado. Quizá el fantasma del dolor
contribuía a darle ese aspecto. El paisaje a veces no es más que una proyección
de nuestros sentimientos. El infierno y el paraíso están en el mismo sitio.
Miré a mi alrededor buscando signos de identificación y se me escurrían por el
alma como el agua entre los dedos. Sólo percibí pequeños flashes lacerantes.
Al principio, el sitio era una fiesta. O tal vez no
exactamente eso, sino la habitación de la inocencia, la esperanza y la magia.
Pueden llegar a ser gozosos si se conjugan. Si un niño juega con un trozo de
madera en un charco junto al mar un atardecer de verano bajo la luz rosa del
sol poniente que figura a lo lejos fantásticas ciudades de cristal a las que
sueña ir algún día que se resiste a situarse en el tiempo, y si ese momento se
congela, ¿no estamos ante la perfección? Ahora creemos que sí, pero el niño,
desde su precaria figuración del mundo, no pensaría eso. Él querría aquellas
fantasías lejanas hechas realidad, sin saber que los sueños se rompen entonces,
como cuando el interior de una irisada pompa de jabón entra en contacto con el
exterior.
Las cosas habían cambiado mucho, aunque tal vez todo eso
ya estuviese entonces, larvado, en la belleza de aquellos momentos, aquellos
momentos que se ignoraban a sí mismos.
La lengua negra de la noche se arrastraba sobre el mar,
los pinos, las casas, las calles, empapándolo todo con una lluvia calabobos que
envolvía mi regreso. Bajo el paraguas, bejín gigante, me desplacé lento entre
las filas de moreras. Solía treparme de chico a esos árboles para comer sus
frutos violetas y jugosos. Tenían un sabor dulce y un aroma remoto de hierbas.
Cuando caían, maduros, de las ramas, dejaban unas manchas oscuras en las
grandes losas de cemento que subían la loma rozando a la derecha el Cuartel de
Carabineros y la vieja torre vigía. Me pregunté si aún contendría murciélagos.
Y miré hacia la izquierda, donde estaba la iglesia casi naíf en la que
adoctrinaron mi mente de chiquillo de una forma cuyas alternativas quedarían
para siempre ocultas bajo el manto de lo no sucedido. Enfrente, tras el velo
del sirimiri, divisé la casa. Un estremecimiento empapado de irrealidad me
recorrió las vértebras. ¿Qué ocultaban, qué guardaban las
ventanas cerradas? El silencio que habría habitado ese espacio todo el tiempo
se tensaba y vibraba en mi imaginación.
Aislada en la colina, estaba envuelta por un halo
invisible y ominoso. Como un abismo, me atraía y me inspiraba horror. La
evitaba con esfuerzo, como se apartaría el hierro del imán que lo contamina si
pudiera. Pero en sueños no era capaz de huirla y se me aparecía siempre en
medio de la noche. Caminé sin poder detenerme por la vereda que conducía hasta
ella sabiendo que me dirigía al pánico de la pérdida y a la nostalgia de
dulzuras irrecuperables.
Durante todos los años que pasaron desde entonces, se me
siguió mostrando cuando dormía. Y en los últimos tiempos estaban siempre
dentro, invisibles, mi padre y mi hijo muertos.
Rodeada de una oscuridad incierta seguía, vacía desde
hacía tanto, cruzada por pasillos que no daban a ningún sitio o que abocaban a
puertas cerradas imposibles de abrir o que se abrían con miedo o con una
esperanza desvanecida en el mismo momento en el que nacía.
Aromas de terrores la circundaban. También constelaciones
de colores y melancolías envueltas en tardes de lluvia.
Estaba casi en ruinas. Se asomaba la tristeza por las
grietas respirando el otoño. La mirada era lágrima y pregunta rota. Los
pájaros, afuera, decían que existía el mundo. Las últimas cosas condenadas eran
firmas del recuerdo. El viento era grande. Se acercaba la tormenta.
Muy pocos metros me separaban de la cancela que,
desvencijada, rota, arrojada en el suelo, antiguamente chirriaba al abrirla. La
sorteé, entré en la marquesina, protegida del sol en los veranos viejos por persianas
de esparto que dejaban pasar lunares de luz que recorrían las hojas de
aspidistra como pequeños duendes, y en aquel momento abierta al agua y al
viento del invierno. Puse la maleta en el suelo. Esculqué en los bolsillos del
pantalón en busca de la llave ya oxidada, la saqué y la metí en la cerradura
con escepticismo.
El recibidor, con la consola rococó al fondo cubierta de
una espesa capa de polvo, olía, como el resto de las habitaciones, a tumba, sin
saber el porqué (nunca estuve dentro de un sepulcro) de la comparación que
elaboraron mi olfato y mi cerebro. Recorrí cada cuarto con el alma llena de
frío. Me senté. Recordé el pueblo brillando dentro de una luz mágica. Cada una
de sus circunstancias, de sus anécdotas, supuse que insignificantes, tomaron en
mi memoria dimensiones de acontecimientos místicos.