Epígrafe

A la memoria de mi hijo, Félix Morales Santos, siempre presente en mí.

These fragments I have shored against my ruins

T.S. Eliot

sábado, 14 de abril de 2018

1



De pie junto al noray, contemplé el barco que se alejó hasta ser dos pequeñas luces, roja y verde, titilantes en la oscuridad. El piso del muelle estaba barnizado por el agua que el viento arremolinaba en infinidad de gotitas furiosas dentro del halo amarillo de las farolas. Acaricié los codos raídos de la chaqueta y luego busqué un cigarro perdido en la faltriquera izquierda, en medio del pañuelo moqueado, unas cuantas monedas, cerillos, un bolígrafo y algún que otro papel. Saqué el pitillo tristemente rugoso, lo alisé con los dedos, me lo puse en los labios y prendí un fósforo con la uña del pulgar derecho. La llama vaciló bajo el embate de aire frío protegida por mi mano. Di una calada profunda que se confundió con un suspiro. Agarré la maleta y eché a andar.
El lugar estaba desolado. Quizá el fantasma del dolor contribuía a darle ese aspecto. El paisaje a veces no es más que una proyección de nuestros sentimientos. El infierno y el paraíso están en el mismo sitio. Miré a mi alrededor buscando signos de identificación y se me escurrían por el alma como el agua entre los dedos. Sólo percibí pequeños flashes lacerantes.
Al principio, el sitio era una fiesta. O tal vez no exactamente eso, sino la habitación de la inocencia, la esperanza y la magia. Pueden llegar a ser gozosos si se conjugan. Si un niño juega con un trozo de madera en un charco junto al mar un atardecer de verano bajo la luz rosa del sol poniente que figura a lo lejos fantásticas ciudades de cristal a las que sueña ir algún día que se resiste a situarse en el tiempo, y si ese momento se congela, ¿no estamos ante la perfección? Ahora creemos que sí, pero el niño, desde su precaria figuración del mundo, no pensaría eso. Él querría aquellas fantasías lejanas hechas realidad, sin saber que los sueños se rompen entonces, como cuando el interior de una irisada pompa de jabón entra en contacto con el exterior.
Las cosas habían cambiado mucho, aunque tal vez todo eso ya estuviese entonces, larvado, en la belleza de aquellos momentos, aquellos momentos que se ignoraban a sí mismos.
La lengua negra de la noche se arrastraba sobre el mar, los pinos, las casas, las calles, empapándolo todo con una lluvia calabobos que envolvía mi regreso. Bajo el paraguas, bejín gigante, me desplacé lento entre las filas de moreras. Solía treparme de chico a esos árboles para comer sus frutos violetas y jugosos. Tenían un sabor dulce y un aroma remoto de hierbas. Cuando caían, maduros, de las ramas, dejaban unas manchas oscuras en las grandes losas de cemento que subían la loma rozando a la derecha el Cuartel de Carabineros y la vieja torre vigía. Me pregunté si aún contendría murciélagos. Y miré hacia la izquierda, donde estaba la iglesia casi naíf en la que adoctrinaron mi mente de chiquillo de una forma cuyas alternativas quedarían para siempre ocultas bajo el manto de lo no sucedido. Enfrente, tras el velo del sirimiri, divisé la casa. Un estremecimiento empapado de irrealidad me recorrió las vértebras. ¿Qué ocultaban, qué guardaban las ventanas cerradas? El silencio que habría habitado ese espacio todo el tiempo se tensaba y vibraba en mi imaginación.
Aislada en la colina, estaba envuelta por un halo invisible y ominoso. Como un abismo, me atraía y me inspiraba horror. La evitaba con esfuerzo, como se apartaría el hierro del imán que lo contamina si pudiera. Pero en sueños no era capaz de huirla y se me aparecía siempre en medio de la noche. Caminé sin poder detenerme por la vereda que conducía hasta ella sabiendo que me dirigía al pánico de la pérdida y a la nostalgia de dulzuras irrecuperables.
Durante todos los años que pasaron desde entonces, se me siguió mostrando cuando dormía. Y en los últimos tiempos estaban siempre dentro, invisibles, mi padre y mi hijo muertos.
Rodeada de una oscuridad incierta seguía, vacía desde hacía tanto, cruzada por pasillos que no daban a ningún sitio o que abocaban a puertas cerradas imposibles de abrir o que se abrían con miedo o con una esperanza desvanecida en el mismo momento en el que nacía.
Aromas de terrores la circundaban. También constelaciones de colores y melancolías envueltas en tardes de lluvia.
Estaba casi en ruinas. Se asomaba la tristeza por las grietas respirando el otoño. La mirada era lágrima y pregunta rota. Los pájaros, afuera, decían que existía el mundo. Las últimas cosas condenadas eran firmas del recuerdo. El viento era grande. Se acercaba la tormenta.
Muy pocos metros me separaban de la cancela que, desvencijada, rota, arrojada en el suelo, antiguamente chirriaba al abrirla. La sorteé, entré en la marquesina, protegida del sol en los veranos viejos por persianas de esparto que dejaban pasar lunares de luz que recorrían las hojas de aspidistra como pequeños duendes, y en aquel momento abierta al agua y al viento del invierno. Puse la maleta en el suelo. Esculqué en los bolsillos del pantalón en busca de la llave ya oxidada, la saqué y la metí en la cerradura con escepticismo.
El recibidor, con la consola rococó al fondo cubierta de una espesa capa de polvo, olía, como el resto de las habitaciones, a tumba, sin saber el porqué (nunca estuve dentro de un sepulcro) de la comparación que elaboraron mi olfato y mi cerebro. Recorrí cada cuarto con el alma llena de frío. Me senté. Recordé el pueblo brillando dentro de una luz mágica. Cada una de sus circunstancias, de sus anécdotas, supuse que insignificantes, tomaron en mi memoria dimensiones de acontecimientos místicos.